En la tierra como en el Cielo
- Juan Pablo Rojas
- 15 jul 2019
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 24 jul 2019

De los escritos de San Agustín de Hipona:
La inocencia lleva consigo la obligación no sólo de no causar daño a alguien, sino de impedir el pecado y de corregir el ya cometido. De esta manera el castigado se corregirá en cabeza propia o los demás escarmentarán en la ajena.
La familia debe ser el principio y la parte mínima de la ciudad. Y como todo principio hace referencia a un fin en su género, y toda parte se refiere a la integridad del todo por ella participado, se desprende evidentemente que la paz doméstica se ordena a la paz ciudadana, es decir, que la bien ordenada armonía de quienes conviven juntos en el mandar y en el obedecer mira a la bien ordenada armonía de los ciudadanos en el mandar y obedecer. Según esto, el padre de familia debe tomar de las leyes de la ciudad aquellos preceptos que gobiernen su casa en armonía con la paz ciudadana.
La familia humana que no vive de la fe busca la paz terrena en los bienes y ventajas de esta vida temporal. En cambio, aquella cuya vida está regulada por la fe está a la espera de los bienes eternos prometidos para el futuro. Utiliza las realidades temporales de esta tierra como quien está en patria ajena.
Pone cuidado en no ser atrapada por ellas ni desviada de su punto de mira, Dios, y procura apoyarse en ellas para soportar y nunca agravar el peso de este cuerpo corruptible, que es lastre del alma. He aquí que el uso de las cosas indispensables para esta vida mortal es común a estas dos clases de hombres y de familias. Lo que es totalmente diverso es el fin que cada uno se propone en tal uso.
Así, la Ciudad Terrena, que no vive según la fe, aspira a la paz terrena, y la armonía bien ordenada del mando y la obediencia de sus ciudadanos la hace estribar en un equilibrio de las voluntades humanas con respecto a los asuntos propios de la vida mortal.
La Ciudad Celeste, por el contrario, o mejor la parte de ella que todavía está como desterrada en esta vida mortal, y que vive según la fe, tiene también necesidad de esta paz hasta que pasen las realidades caducas que la necesitan. Y como tal, en medio de la ciudad terrena va pasando su vida de exilio en una especie de cautiverio, habiendo recibido la promesa de la redención y, como prenda, el don del Espíritu. No duda en obedecer a las leyes de la ciudad terrena, promulgadas para la buena administración y mantenimiento de esta vida transitoria. Y dado que ella es patrimonio común a ambas ciudades, se mantendrá así la armonía mutua en lo que a esta vida mortal se refiere.
Pero la ciudad terrena ha tenido sus propios sabios, rechazados por la enseñanza divina, que, según sus teorías, o tal vez engañados por los demonios, han creído como obligación el tener propicios, respecto de los asuntos humanos, a multitud de dioses.
Cada realidad humana, según ellos, caería, en cierto modo, bajo la responsabilidad de un dios: a uno le correspondería el cuerpo, a otro el alma; y dentro del mismo cuerpo, a uno la cabeza, a otro la nuca, y así cada miembro a otros tantos dioses. Y en el alma algo semejante: a uno el ingenio, a otro la ciencia, a otro la ira, a otro la concupiscencia.
Y en el campo de las realidades concernientes a la vida, a uno le asignan el ganado, a otro el trigo, a otro el vino, a otro el aceite, a otro los bosques, a otro el dinero, a otro la navegación, a otro las guerras y las victorias, a otro los casamientos, a otro el parto y la fecundidad, y así sucesivamente. Y dado que la ciudad celestial sólo reconoce a un Dios como digno de adoración y de rendirle el culto que en griego se llama λατρεία , y cree con religiosa fidelidad que es exclusivo de Dios, el hecho es que no puede tener comunes las leyes religiosas con la ciudad terrena. De aquí surgió un desacuerdo inevitable. Comenzó a ser un peso para quienes pensaban de otra forma, y tuvo que soportar sus iras, sus rencores, la violencia de sus persecuciones. Sólo en alguna ocasión logró contener la animosidad de sus adversarios por el temor al gran número de sus adeptos y siempre con el divino auxilio.
Esta ciudad celeste, durante el tiempo de su destierro en este mundo, convoca a ciudadanos de todas las razas y lenguas, reclutando con ellos una sociedad en el exilio, sin preocuparse de su diversidad de costumbres, leyes o estructuras que ellos tengan para conquistar o mantener la paz terrena. Nada les suprime, nada les destruye. Más aún, conserva y favorece todo aquello que, diverso en los diferentes países, se ordena al único y común fin de la paz en la tierra. Sólo pone una condición: que no se pongan obstáculos a la religión por la que -según la enseñanza recibida- debe ser honrado el único y supremo Dios verdadero.
En esta su vida como extranjera, la ciudad celestial se sirve también de la paz terrena y protege, e incluso desea -hasta donde lo permitan la piedad y la religión-, el entendimiento de las voluntades humanas en el campo de las realidades transitorias de esta vida. Ella ordena la paz terrena a la celestial, la única paz que al menos para el ser racional debe ser reconocida como tal y merecer tal nombre, es decir:
la convivencia que en perfecto orden y armonía goza de Dios y de la mutua compañía en Dios.
Tomado de los escritos de San Agustín, Capítulo XVI
Padre Nuestro que estas en el Cielo,
santificado sea tu nombre,
venga a nosotros tu reino,
hágase tu voluntad así en la tierra como en el Cielo,
danos hoy nuestro pan de cada día,
perdona nuestras ofensas como también nosotros
perdonamos a los que nos ofenden,
no nos dejes caer en tentación y libranos del mal.
Amén
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